viernes, 9 de agosto de 2013

REINO DE LOS SUELOS


Mira, si el asunto es simple. No puede escribir poesía cuando el frío le paraliza el gesto y todos los intentos de tapar el sol con un dedo se le vienen agotando. Sólo abrir la boca para que se le llene de maldiciones. Quiere ser feliz y buscar razones, porque a fin de cuentas no se trata sólo de ella y no es libre de lanzarse al vacío como fue costumbre. Abrir la boca para decir algo bueno. Pero demasiado joven para saber lo que sentía y encabritada como siempre había intuído ya que más no habría, más que el intento ése de él de medirla con sus manos y el delicioso sopor con que ella se entregaba a la medida justa; fue la única mesura que conoció, si es que hubo alguna: arrellanada a su lado nacieron galaxias y el tiempo se detuvo. Y ahora, entre demasiada muerte y demasiados males que no traen bienes, vuelve a reconocerse, porque más no es que eso, que la misma reina en harapos que regaló su reino y antes de tener perdió, aunque le quedaron huellas de besos y de huesos y piel al rojo y floreros vacíos y ceniceros llenos.  La misma a la que, como si por no querer nombrarlo, le floreciera el muerto, tatuado una vez más como una seña porfiada y dulce. Sólo una seña, porque él emprendió un último vuelo, como quisiera el ave híbrida en su hombro derecho, y vaya a saber Dios si el azul inmenso inalcanzable le deparaba algo, si es que en verdad habita en el Reino de los Cielos. Y así, en efecto,  el asunto es simple. Aquí ha quedado ella con su seña, con su veneno para instilar, destilar y purificar, con sus pezones de fierro, sus engendros flamígeros y sus delitos flagrantes por compañía. Aquí se queda ella, sin pasión por mostrarse, esconderse ni dosificarse, sin brújula ni artilugios, sin liturgia ni subterfugios, encadenada al tráfago eterno del Reino de los Suelos.

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